LAS EXTRAÑAS HERMANAS

Llovía a mares.
Las muchachas espiaban tras el remendado telón con la esperanza de que el agua disuadiera a los vecinos de su paseo por la feria. No había ocurrido así y un mar de paragüas se extendía a los pies del carromato.
Era la primera vez que salían a un escenario.

Aquella multitud de curiosos esperaba su exhibición. Estaban acostumbradas a las miradas, no solían pasar desapercibidas muy a pesar suyo, pero esto era diferente. Se miraron a los ojos. No les hacía falta hablar, cada una sabía lo que sentía la otra: vergüenza.
Todo el pueblo se había enterado.
El murmullo de los allí congregados se fue apagando cuando un viejo, enfundado en un traje demasiado pequeño para él, subió a la improvisada tarima para anunciar la inminente aparición estelar de las "extrañas hermanas", quienes por azares de la madre naturaleza vinieron al mundo compartiendo un brazo y una pierna.
El público enmudeció cuando el altavoz escupió un redoble de tambor.
La lluvia no concedía tregua. los espectadores tampoco. Alguien las empujó y las niñas cayeron de bruces sobre la madera ante la exclamación general.


Aquellos primeros años ya eran un mal recuerdo, aunque si alguna de ellas recordaba la lejana escena, seguían sintiendo la misma gran  vergüenza..

La vida es como un río caudaloso que te lleva sin permitirte orillarte a descansar.


Habían tenido mucha suerte, por llamarlo de alguna manera, de que el doctor Mabuse las hubiese rescatado, previo pago, de aquella vida miserable. Desde entonces, más o menos, seguían haciendo lo mismo pero ante un público más selecto. No eran arrojadas al escenario como carnaza para fieras, sino que su espectáculo estaba medido hasta el detalle, su vestuario, la música, sus gestos. Todo, todo era controlado por su mecenas (así era como a él le gustaba definirse en su relación con ellas).
Ya no eran niñas, eran dos mujercitas que pese a lo aberrante de su fisonomía causaban en su desnudez final una admiración febril. Algunas veces, entre bromas, se creían ellas mismas una poderosa luz que atraía fatalmente a los hombres como si éstos fuesen polillas. A los hombres y a más de una mujer. Eran objeto de deseo allá dónde fuesen. 

De gira por Europa, les regalaron una cometa, sólo una. Ellas eran dos. Puede que a los ojos de los demás pudiesen parecer un único ente, sin embargo cada una de ellas tenía su propia ambición. Hacía tiempo habían decidido que aquello no compartible no sería de ninguna, sin excepción. Así pues, una mañana, jugando en la playa, una de ellas echó la cometa a volar y cuando más alto estaba, cuando no quedaba más cordel que soltar, la otra, con gran decisión, cortó el hilo que la esclavizaba a este mundo terrenal. Ambas la vieron alejarse sin lágrimas en los ojos, aunque con cierto pesar. La vieron desaparecer entre las nubes deseando que su despedida de este mundo fuese igual de ligera y espectacular.

Lo sucedido con la cometa les hizo tomar conciencia de una realidad que, hasta ese momento, no se habían planteado y, sin piedad, cayó sobre ellas como una enorme losa que aumentaba de peso cada día. Comenzaron a reservar sus pensamientos. Tanto la una como la otra se creían tener más derecho sobre los miembros compartidos.

Estando así las cosas, el destino o el mal viento, llevó a sus manos un libro que provocó un abismo de celos y envidia entre ellas Se trataba de una tesis sobre la posibilidad de separación de hermanos siameses. Leyeron con avidez cada sílaba del texto y, sin apenas tomar tiempo para meditar, decidieron separarse.

Al doctor Mabuse casi le da un síncope cuando las mujeres le informaron se sus intenciones, hasta tuvieron que abrir una ventana para que el aire fresco le devolviera el color. Intentó razonar con ellas: ¿Como ivan a repartir sus extremidades? ¿Una para cada una? ¿Se sacrificaría una par aque la otra fuese "completa"? Les prometió buscar un especialista para estudiar su caso confiando en que fuera una idea pasajera.
No obstante, ya cada una tenía su propio plan en mente; la una consideraba que era  mucho más bella, la otra se  veía con mejor salud para afrontar la operación. Era evidente que jamás llegarían a un acuerdo. Y, cada una por su camino, decidieron tomar medidas en el asunto.

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El sol iniciaba su espectacular descenso hacia el fondo del mar. El horizonte lo iba engullendo mientras el cielo se llenaba de tonalidades rojizas y anaranjadas al principio, violetas casi al final.

Había decidido que nunca dejaría escapar ni un amanecer ni un atardecer. Nada era lo suficiente importante  como para ignorar algo tan maravilloso.
La vida le había otorgado fama y dinero, tenía muchísimo más de lo que imaginó, sin embargo su único anhelo era imposible.
Se sirvió una copa de champán helado. Había olvidado lo que era el hambre, la necesidad.
Desde su tumbona podía ver a turistas tomar el peligroso atajo hasta la cala. ¡Osados! Ella aprendió del peor de los modos que los atajos siempre son apuestas arriesgadas.
Al anochecer cientos de velas iluminaban la casa y el jardín. Desde que se había retirado allí no había otra luz que la del sol y las velas, "manias de artista".
A veces le gustaba contratar a una pequeña orquestina local para que tocase alguna melodía de su niñez, viejas canciones que le desgarrarían el corazón si aún latiese por algo distinto al puro vicio de latir. Se le había parado cuando descubrió que conseguir su sueño la hizo sentir incompleta, vacía. 

Su hermana se había suicidado. No resulta demasiado difícil convencer a alguien que está continuamente a tu lado de que la vida es un lugar terrible en el que no merece la pena seguir. Muerta su hermana, lejos de sentirse libre se sintió menguada.
En su brazo izquierdo se balanceaba la pulsera que siempre llevaban en la muñeca compartida, en un vano intento  de sentir la parte de ella misma que ya no estaba. 
Notó la punzada en el pecho, esa que le recordaba su cobardía. No ponía fin a su padecer pues consideraba la vida justo castigo.
Languidecía lentamente, sola. A veces creía ser una mosca atrapada dentro de un tarro, golpeándose contra el cristal sabiendo que la salida no existe.

Finalmente el destino se apiadó de ella concediéndole el descanso. Una mañana, mientras admiraba el amanecer, dejó de respirar. Quienes la vieron comentaban la paz reflejada en su rostro.
Nadie se extraño de que en su testamento dejara una sola disposición: ser enterrada con su hermana para, de nuevo, ser una.
FIN


Eugenia Soto Alejandre
Fernando García Crespo

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