ARGYROPHORUS ARGENTEUS




Por sus venas corría sangre corsaria. Este hecho la hacía sentirse especial, no es cualquier cosa ser la última descendiente de un bucanero, de esos que recorrían los mares saqueando naves y raptando aristócratas. Quizá debido a ello tenía querencia por el ron, sin duda su bebida favorita. Se sonrió. ¡Mira que tenía pensamientos absurdos! 
Sacudió ligeramente el vaso para escuchar el tintineo de los hielos contra el cristal.  El ron moreno con muchos cubitos era su quitapenas ocasional. Su dulzor suavizaba la amargura de la decepción, aunque no era la primera vez que un hombre le mentía. 
Sentía la rabia arder en sus ojos. No era una sensación agradable y para esquivarla buceó en sus recuerdos con el fin de exorcizar unos pequeños demonios que le susurraban mil maldades diferentes. Bajó los párpados y dejó a los ecos del pasado ocupar su mente. Entonces se vio junto a la chimenea de piedra escuchando absorta a la abuela... “Nena, jamás olvides que por tus venas corre sangre de un pirata francés, que huyendo de la armada inglesa arribó en Finisterre..." 
Le agradó  evocar aquellas tardes en las que la niebla no importaba, acurrucada junto al fuego mientras las palabras bailaban a su alrededor. 

Otro trago, más tintineos. Y un nuevo pensamiento ¿Cómo podía haber sido tan tonta? Creyó haber encontrado un gusano de seda pero resultó ser una mosca verde. ¡Ya ves! Era una de las entomólogas más reputadas del país sin embargo no había sido capaz de distinguir dos especies tan diferentes.   
Apuró el contenido del vaso mientras notaba el sopor del alcohol nublando su mente, seguramente se quedaría dormida en unos minutos, al menos es lo que ella esperaba… 



               Una gran sonrisa de satisfacción ocupó su rostro. Aquella pared había permanecido desnuda durante cinco años que habían transcurrido a su propio ritmo: algunos desparecieron vertiginosos entre las fauces de la vida, otros, como éste último, tan lentamente que en más de una ocasión creyó que Cronos  se divertía a su costa. Mil ochocientos veintiséis días para obtener aquel dichoso papel que la reconocía como Licenciada en entomología. Ahora, martillo en ristre, iba a colocar su título en el lugar  pensado para ello desde que era una niña. 
Siempre supo que lo suyo era una pasión innata: coleópteros,  dípteros, dermápteros, odonatos, dictiópteros, ortópteros... todos estos nombres le parecían música. Durante los recreos escolares se divertía estudiando los hilillos negros que dibujaban las hormigas. Encontrar una cucaracha bajo el mueble del fregadero era motivo de celebración y, ya de adolescente, en más de una ocasión prefirió los bichos de un documental de la 2 a dejarse morder los labios por un aspirante a Adonis con acné. 
Coleccionaba  pequeños tarros de vidrio, cada uno con su etiqueta y su correspondiente inquilino conservado en formol. Estaba particularmente orgullosa de algunos especímenes. El único insecto que se libraba de su afán recolector era la mariposa. Odiaba ver esos tétricos cuadros con lepidópteros atravesados por un alfiler. Las mariposas, noctámbulas o diurnas, debían ser admiradas volando, al menos es lo que ella pensaba… 



La despertó el adiós del último trueno y una nube de alcohol ascendió por su esófago. Necesitó varios parpadeos para poder enfocar la vista.  El día se había apagado y por la ventana abierta se colaba el rumor apaciguado de la lluvia en retirada. Respiró despacio. 
Escuchó los murmullos de la vida enredarse, tímidos, con el silencio. Permanecía en el aire una tenue estela de electricidad. Olor a ozono, a tierra mojada. 
Mientras admiraba el brillo del cielo nocturno, limpio tras la tormenta, le dio por pensar en lo pequeñita que era en comparación con la inmensidad del universo. Un pensamiento obvio, nada trascendental por lo real del mismo, sin embargo fue como si no hubiese tenido conciencia de esa realidad hasta ese instante. Se pensó como un diminuto insecto, de esos que admiraba y, aún así, torturaba en pro de la investigación. Al menos es como ella  se justificaba… 

Fue  tipicamente ingenua. Confiar  en aquel supuesto asesor fiscal no había sido buena idea. Se rió de sí misma. Ella, la de sangre corsaria, se dejó seducir por cantos de sirena. Ahora lo había perdido todo. En un par de días tendría que abandonar su rincón en la montaña, donde yacían enterrados sus recuerdos y, desde ahora, sus ilusiones, su trabajo. Evocó  aquella ocasión cuando logró apresar en un bote a una abeja valiéndose de un señuelo de miel. Era una cría curiosa y no consideró la crueldad de su acción. Durante horas el himenóptero se golpeó contra el cristal hasta que la falta de oxígeno detuvo su agónico vuelo. Ahora era ella la atrapada. Asintió. El karma. Algunos actos acaban pasando factura de un modo u otro. 

Quedaba ron en la botella, sin embargo decidió que no iba a beber. De repente la había invadido una extraña lucidez, como si una revelación mística se hubiese apoderado de su mente. Con calma se dirigió al estudio, buscó con la mirada la estantería donde se alineaban los tarros atesorados  a lo largo de su existencia. La observó durante un rato. Luego, con gestos casi mecánicos, fue abriendo cada frasco,  vaciando su contenido. Los vapores del formaldehido la mareaban un poco pero continúo su labor sin detenerse. Cientos de insectos quedaron desparramados  sobre  el suelo, de todas formas y tamaños, de todas las partes de este cansado planeta llamado tierra. Continuó con su labor hasta que los estantes quedaron desiertos, luego, sonriendo como nunca lo había hecho, se acercó al charco de conservante y giró la rosca de un mechero. En unos segundos el fuego se apoderó de la estancia mientras ella permanecía, desnuda, ahí, de pie, sin inmutarse. El círculo se cerraba. Al menos eso era lo que ella deseaba… 

              

La luna llena fue único testigo del incendio. La luna llena fue la única que vio como de entre las llamas emergió una singular mariposa plateada que alzó su vuelo para, libre, esfumarse en la infinitud del firmamento. 

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