DE PERSEIDAS DESPERDIGADAS.


No pensó  en regresar hasta que, así, de repente,  aquella tarde desembarcó en el puerto de su memoria. Aquella tarde que se había ido como solo se van algunas tardes de diciembre, pintando una acuarela de nubes blancas, grises y naranjas. Sobre un lienzo intensamente azul. Aquella tarde cuando, dos críos bañados por la última luz, guardaron una promesa en el congelador:   encontrarse, allí, a pesar del tiempo, cuando el cenit. Sabían  que la vida, en ese instante, los separaba.  Allí… Bajo un sol decadente.

El recuerdo rescatado del olvido se le clavó en el pecho, cerquita del corazón.  Y supo del deshielo.

***        
Las estrellas me parecían diminutas manchas blancas  salpicadas sobre un  inmenso encerado, tan brillantes, tan lejanas….  Tuve el impulso de acercar la frente al cristal pero mi misofobia, recientemente adquirida, me lo impidió. Sonreí. Coleccionaba fobias del mismo modo que podía haber coleccionado sombreros, eso sí, nunca las solapaba. Siempre dejaba una para iniciar una nueva aventura con la siguiente. Manías… Durante largo rato continué absorta en los puntitos luminosos que corrían al lado del vehículo. Seguro que hacía frío. En la oscuridad se comenzaban a recortar los montes de mi infancia. Los adivinaba, los olía.

Cuando el tren se detuvo amanecía entre la niebla. Sentí los latidos acelerados, la inquietud centrifugándome el estómago. Había recorrido la península  de Sur a Norte para acudir a una cita antigua, abandonada hace siglos en el mar de la ausencia. Ahora pensaba que era una locura, que dejarse llevar por estos impulsos jamás me dio buen resultado, que probablemente mi mente había creado una ilusión imposible, una de esas de cuento de navidad. Y no nevaba.

Agoté el día recorriendo las calles, casi desiertas, buscando edificios que ya eran otros en una  ciudad que no reconocía. Unas dudosas luces navideñas colgaban de los faroles, balanceadas por el viento, gélido de tristeza. Aceras sucias bajo un cielo metálico. Y no encontré mis fantasmas.

Con el  atardecer caminé en dirección al mirador, exorcizando dudas. El lugar, al contrario que todo lo demás, apenas había cambiado. Incluso podía reconocer  la mayoría de los árboles, más grandes, más encorvados… Me acurruqué en el abrigo. Aterida, aunque la expectación hervía en mi piel.
  
Él estará.

Pero el sol se fue, sin espectáculo de colores, en una quietud de plomo. Y en nuestro rincón, desde donde  admirábamos  el magnífico círculo de montañas que nos arropó la niñez, no había nadie.

Esperando. Sin prisa en digerir la decepción. Quizá  sólo yo recordaba  aquel juramento infantil, enterrado en el fondo del alma por el devenir de la vida.

La luna, en su esplendor, pintó el firmamento con rayos de tiza.
  
Aún continué  esperando, mientras acallaba la voz que me susurraba el fracaso, a pesar del hielo, del silencio. Subyugada, escrutando la ciudad extendida a mis pies. Nochebuena.  Pensé un mundo repleto de casas con chimeneas encendidas, de familias alrededor de la mesa. Las notas perdidas de un villancico flotaban en el viento.

Respiré la soledad, la mía. Y pedí mi deseo de navidad…

***
Un cometa errante pasó, envolviendo con su estela el abrazo de dos niños que se reencontraban.
Y comenzaron a caer copos, de esos que saben a cielo.


Comentarios

  1. Precioso. Un maravilloso cuento de navidad, diferente pero con la misma magia. Releerlo ha sido un placer.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares