DOSCIENTAS TREINTA Y NUEVE
Afortunadamente vivo en un pueblo con aspiraciones de ciudad, donde las aceras son estrechas, donde aún quedan rincones ajenos al paso del tiempo. Seré un bicho raro pero prefiero la supuesta monotonía del campo a la soledad de la gran urbe.
Aquí puedo admirar estrellas desde calles huérfanas de neones y disfrutar de los paseos nocturnos, cuando los edificios se transforman en siluetas estirándose hasta tocar el firmamento, cuando el golpeteo de mis zapatos contra el empedrado es como un mantra sanador que desplaza oscuros pensamientos, cuando el eco de mis pisadas se desliza entre callejones para contarle a la luna lo que mis labios no van a decir.
Una de esas noches la brisa trajo hasta mí una mariposa. Una magullada mariposa de papel que rodaba sobre los adoquines sin hacer ruido. Al recogerla del suelo con intención de recomponerla, descubrí que sobre sus alas alguien derramó estas palabras:
"La primera vez que te amé el sol no se escondió y la luna no se ocultó.
El día y la noche se confundieron en nuestros cuerpos, que ajenos a la realidad se afanaban por enredarse con caricias hurtadas a sueños olvidados.
El día y la noche se confundieron en nuestros cuerpos, que ajenos a la realidad se afanaban por enredarse con caricias hurtadas a sueños olvidados.
La primera vez que te amé conocí el mar que nunca vi.
Supe de la embestida de las olas contra la orilla y de la fuerza de la vida.
Supe de la sal, de los corales y de millones de peces diminutos que cosquillearon mi piel.
Supe de la embestida de las olas contra la orilla y de la fuerza de la vida.
Supe de la sal, de los corales y de millones de peces diminutos que cosquillearon mi piel.
La primera vez que te amé tu esencia atravesó mis venas y nadó por mi torrente sanguíneo hasta llegar a mi corazón, que dormitaba su fatiga en el lado izquierdo de mi pecho.
La primera vez que te amé soñé que te conocía de siglos.
Un día gris desperté. Comprendí que sólo eras una ilusión.
Y tuve que sacudir a tu fantasma de mis sábanas.
Y borré la sombra de tus manos en mi cara.
Y te lloré cien noches con sus cien días.
Y cuando mis ojos se cansaron, lloré lágrimas de tinta que formaron un lago negro y espeso donde se ahogaron todos los cuentos que te escribí.
Y grité rasgando el papel con las sílabas y las vocales que jamás pronuncié.
Y abandoné en el viento estas doscientas treinta y nueve palabras para que tu recuerdo planee sobre océanos y montañas, lejos de esta piel que te extraña."
Mientras leía, los párrafos se adhirieron a mis dedos. Temí que la mariposa ya no alzara sus alas. Me invadió el silencio. Hasta la voz interior, esa que siempre habla, enmudeció. La reconstruí con cuidado, deseando que de nuevo volara y se la devolví al cierzo, para que secara entre sus ráfagas aquellas doscientas treinta y nueve lágrimas.
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