MEIGAS DE AGADÁN


Cuento basado en una composición de Rober Folk para  rapabestas.



Nací  envuelta en los rugidos de una tormenta, la frustración de madre y la decepción de padre por la llegada de una tercera fémina. Quizá no sea posible recordar el momento de nuestro nacimiento aunque siempre he reconocido esa sensación de no ser suficiente.

Crecí  siendo una niña flacucha con grandes ojos  de bosque, de esos que cambian de color, mientras madre parió dos mujeres más. A veces me pierdo en la memoria intentando recordar la risa de aquella hembra constantemente embarazada, como si su único fin en la tierra fuese engendrar un varón que viniese a aplacar el mal humor de aquel hombre. Sí, en una ocasión  sonrió, con alivio, cuando por fin de entre sus piernas emergió, algo azulado, un varoncito. La sonrisa se le borró cuando a las pocas horas el niño se apagó. Padre, enfurecido, descargó su rabia sobre la esposa que apenas podía levantarse de la cama. Y así, ella, la madre, la compañera, la mujer, comenzó un descenso infinitamente largo, hasta que el frío caló su piel amoratada, anidando en sus huesos.

La tristeza es una fosa abisal perdida en el más profundo de los océanos.

No, los niños no deberían morirse. No… Los niños muertos no se convierten en golondrinas que regresan cada primavera a armar lío entre los balcones. Sólo son un cuerpecito inerte y pálido, bañado en lágrimas. Un vacío que se queda, ahí, suspendido en un charco de esperanzas licuadas.


Cuenta el cuento que en un estrecho valle, abierto por  el cauce del  Oza , está Agadán. Un diminuto pueblo fantasma, donde tras los días de niebla imperan  el azul y la nieve hasta que el río despierta para salpicar un estío de escarabajos anaranjados...


Una mañana de enero, apenas desparecida la aurora,  madre nos sacó de la cama gritando emocionada que un ángel había dormido en el patio. Desde la ventana nos mostró su figura silueteada sobre la nieve aplastada. Alucinadas por la cercanía de  un ser sobrenatural, ninguna nos dimos  cuenta de su abrigo mojado.  

Un par de meses después, cuando los copos con sabor a cielo desaparecieron y, con ellos, la constancia angelical de cada mañana, justo el mismo día que retornó el bramido del oso a los montes, madre apareció flotando, ahí, en el agua helada. Rota.  Entonces, conocí el dolor de la ausencia.

Y la rueda de la vida, como la del molino, continuó  girando, tomando inviernos, vaciando veranos. Chapoteando en el tiempo.


Cuenta el cuento que el molinero tenía cinco hijas, que eran sol en invierno, mar embravecido, lava incandescente,  arcoíris tras la lluvia, caleidoscopio de hojas de otoño…


La culpa sabe  a hiel.

-Sentía el corazón encogido, el estómago revuelto. Desde que Bolboreta se había ido no lograba dormir. Había amado a aquella mujer. ¡La había amado tanto como a sí mismo!  Mas ella se burlaba de su deseo, negándose a acoger un hombrecito en sus entrañas y, eso, le volvió loco. Bolboreta era suya.  Debía doblegarla. Sacudirle el polvo mágico de sus alas para que no volara.
Ahora no estaba. Se había quebrado entre sus dedos. Cada vez que miraba sus manos veía sus ojos, desafiantes, alejados de él,  de sus golpes. Sin pedir compasión. Y cuando la sangre se dibujaba en las líneas de su palma, como líneas de una página donde se relatan verdades, cerraba el puño con fuerza, hasta clavarse las uñas para hacer desaparecer el recuerdo del aliento de la mujer que lo había abandonado.-


Cuenta el cuento que por toda la región se hicieron lenguas  de la belleza de  aquellas jóvenes, allá, en una mínima aldea clavada  en el círculo de montañas que sangran carbón…


Supe de la locura al verla asomar en la cara de padre. Deambulaba  las noches  aferrado a la luz del candil, con la frente húmeda y susurrando bolboretas  con los  dientes apretados de remordimiento, mientras afuera aullaba el lobo, o el viento… Entonces comprendí  que pronto sus nubes se tornarían rojas.


Cuenta el cuento que la madrugada en la que apareció en el fondo de un barranco el cuerpo del molinero, desgarrado por las alimañas, a nadie extrañó...


No lloré a padre, ninguna de nosotras lo hizo;  su lugar lo ocuparon centenares de mariposas de mil colores. Aprendimos de la libertad.

Y  el molino prosiguió lamiendo el río.


Cuenta el cuento que atraídos por la hermosura y la dote de las muchachas, bandadas de pretendientes aparecieron en Agadán, enfermando de amor cuando, ellas, las bellas, los rechazaban…


Bajo los árboles donde paran los estorninos apenas crece algún hierbajo mustio, náufrago en una laguna de excrementos. Es inevitable que así suceda.

A diario llegaban aspirantes. Algunos temblorosos, otros orgullosos; unos del sur, otros del norte; a caballo o en galochas; con sombrero, con boina, guapos, feos, fornidos, enclenques. Y, a todos, dijimos no.


Cuenta el cuento que  un rumor fue anidando en los tejados, un rumor lleno de tempestades contra las desdeñosas; si un cordero se despeñaba, si se agostaba un regato, si un tifus se llevaba un alma.... Cada mal fue achacado a esas meigas, que vivían solas y hechizaban a hombres y animales danzando desnudas bajo la luna llena…


Cuando las tardes se alejan sin pájaros dejan una estela de malos augurios; que muta el aire en una especie de gelatina asfixiante; que paraliza los minutos; que me eriza la piel de la nuca…

Y me ahogo, poco a poco, como un pez sobre la arena. 

El miedo sabe a hierro. 


Cuenta el cuento que la víspera de San Juan una rara bruma gris atravesó el valle emponzoñando a quien la respiró. De esta suerte, los vecinos, erigidos jueces, acusaron a las doncellas de andar en tratos con el demoño y, enfebrecidos por su absurdo delirio, las llevaron a rastras hasta un pajar que dormitaba su abandono junto al sendero de Valdecañada, para entregarlas al fuego antes de la medianoche...

Miro a mis hermanas - ignorando a esa multitud cobarde-.  Nos fundimos en un abrazo. Nuestros latidos se reconocen, palpitan al unísono, sobreponiéndose a los gañidos de la jauría acechando a su presa. Deja de importar el crepitar de la leña ardiendo en derredor…


Cuenta el cuento que apenas encendida la hoguera, Gaia  tembló y  una violenta ventisca con el vientre preñado de hielo, se precipitó sobre la pira desvaneciendo las llamas, helando alientos, provocando el pánico.  Ese cierzo, inusitado en junio,  arropó a las muchachas, que se transubstanciaron en sus ráfagas. Al instante el cielo se abrió escupiendo rayos que dardearon las casas, los álamos, la montaña;  resquebrajaron rocas,  removieron lodos, que rodaron por la ladera hasta detenerse en la orilla desviando el curso del Oza. Jamás su agua ha vuelto a pasar bajo el molino, cuya rueda detuvo su giro.
Los verdugos, despojados de su temeridad por la furia del temporal, espantados por las consecuencias de su desvarío, en cuanto cesó el caos huyeron de aquel paraje maldito. Y Agadán fue cubierto por el verde musgo del olvido…  


Ajena al calor borboteando bajo mis pies, nos veo  enredando las sábanas que  madre extiende sobre la hierba; la huelo; la escucho…  - Sois parte de mí, de mi esencia, de  la esencia de todas las que fueron antes que yo, de la esencia de aquel  punto luminoso, errante por el universo, desprendido del hálito de una estrella…-

Y he comprendido la no finitud del Amor.



 EUGENIA SOTO ALEJANDRE






Comentarios

  1. Querida Meiga, me embrujaste con este maravilloso cuento. No importa cuantas veces lo lea, que siempre le encuentro algo nuevo, detalles escondidos en cada frase.
    Gracias por lanzar el conjuro, por hacernos bailar alrededor de esta tu hoguera.

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    1. Bueno, Alejandro, lo cierto es que me ayudaste a encauzar el final, lo cambié solo por la curiosidad que tenías por saber de las hermanas.:)

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