FRONTERAS (Cuento compartido)



Me llamo Dorothy, nací en Arkansas y mi camino dorado acabó en el “Hot girls”, donde mi carrera de striper se vio truncada por culpa de un reflejo condicionado: cada vez que me tocan el final de la espalda, se me escapa un guantazo, sin que pueda evitarlo.  Como es obvio, así no hay manera de hacer carrera en tanga, por eso, tras una larga primera noche estampando epidermis con el relieve de mi mano, acabé limpiando en el bar las cenizas de cada noche quemada.

Si hubiese tenido un buen seguro médico, seguramente habría intentado averiguar la causa de tan extraño mal, pero claro, las bailarinas de barra vivimos al día y un seguro es algo de lo que, ni la empresa se hace cargo ni nosotras generalmente nos planteamos. Además, no sé, tal vez a la primera exploración me habrían echado de consulta y no habría obtenido otro resultado que la comezón en la palma de la mano tras el cogotón de rigor para el sorprendido galeno. Así que me tuve que conformar con el olor a ceniza y vómito y con una considerable mengua de paga, con lo que eso supone: pasé de “hot” a “burned girl”. A todo se adapta una, pensaba, pero claro, al final hay que buscar una espita, una válvula de escape, así, después de explicar mi extraño mal a todo aquel que quiso escuchar, empecé a abusar y aprovechar mi problema ¡Qué liberación! No era preciso tanga, bastaba con unos leggins bien ceñidos, del resto ya se encargaba mi exuberante anatomía. Elegía un hombre, al principio buscaba aquellos que me provocaban especial disgusto con su mera presencia, me acercaba a él y de forma inadvertida restregaba mi nalga contra su mano. El resultado era invariablemente el mismo, cinco dedos como cinco soles grabados a fuego en el rostro de mi atribulada víctima y una sonrisa interior que me acompañaba en mi orgullosa, pero lenta y oscilante huida. Más tarde cambié mi elección y, puesta a disfrutar de mi afección, comencé a buscar los hombres que realmente me atrajeran, incluso algunas veces opté por mujeres para seguir disfrutando de esta variedad de sexo tan “de manual”.

Suele suceder en esta vida que todo camino iniciado, inexorablemente, lleva a algún destino. Y, éste, llegó con Altagracia. Altagracia Restrepo había cruzado la frontera buscando un futuro. Huyó de su Juárez natal, del maldito desierto, despidiéndose de los suyos sin lágrimas pero con muchas promesas, soñando el norte, lapidada tras el panel de un doble fondo en el camión de un gringo. El viaje había sido caro. Casi todos los pesos arañados al hambre desde que tuvo uso de razón.  ¡Qué largo es el tiempo cuando el corazón te late en la garganta!

Nos conocimos en el gris de una celda. Fue cuestión de tiempo que, en una de mis correrías dactilares mi gancho de derecha impactase en la mandíbula equivocada. Sí, le rompí un premolar al juez  Mckraken, un republicano con pinta de bulldog famélico, recién llegado al condado. Un pequeño error de apreciación que me envió a comisaría donde acabé compartiendo encierro con una mexicana asustada, una noche sin luna cualquiera.

Conseguí escapar del problema de forma más o menos satisfactoria. Pasada aquella primera noche en la trena, el escurrido juez Mcpulpo retiró la denuncia. Tal vez no creyó muy conveniente airear sus escapadas por determinados locales y me perdonó la ofensa. Me quedan muchos más dientes y reputación sólo tengo una, debió pensar. Altagracia en cambio hubo de pasar un par de noches más en aquel abyecto calabozo a la espera de que inmigración se encargara de volver a ponerla al otro lado de la frontera. La devolución no llegó, el expediente debió extraviarse de manera extraña. Quizás tuviese algo que ver la belleza de la joven mexicana y el hechizo que sus encantos ejercieron sobre el comisario local (un nuevo peaje en su desértica travesía hacia la soñada felicidad norteña), pero tres días más tarde me la volví a encontrar deambulando por la calle sin rumbo fijo. Sin un dólar y nada que llevarse a la boca, su debilidad era tal que ni siquiera reparó en mi presencia, yo en cambio enseguida reconocí aquellos ojos esquivos y negros como la luna nueva.

La compasión no es lo mío. Me suelen preocupar muy poco las penas ajenas. ¡Bastante tengo con las propias! Cuando Billy Bob me dejó tirada en una cuneta de la carretera 66 tuve que buscarme la vida. Nadie me echó una mano, salvo al culo, y aunque todo aquello quedó atrás, sumido en la nebulosa de los recuerdos casi olvidados, sentí que yo, una vez, fui ella.

No fue necesario convencerla para que me acompañara. Mientras  devoraba una enorme hamburguesa nos observamos. Yo me preguntaba quién era. Supongo que era una pregunta de ida y vuelta. En silencio. Cuando por fin dio cuenta de la última patata frita, rompió hablar. Y me contó que la arena del Chihuahua engullía mujeres. Desaparecían sin más. Que el miedo y la miseria van unidos a la brutalidad. Me contó que también había un hombre, cómo no, siempre hay un Billy Bob.

- José y yo andábamos juntos desde cuates. Nunca se nos había ocurrido hablar de formalizar nuestra relación, pero todo el mundo, tanto su familia como la mía y los vecinos suponían que éramos pareja. Era un muchacho bueno. Desde chiquito manejaba los autos de su familia, así que no fue extraño que pronto se convirtiese en chófer. Llevaba todo tipo de gente en un camión y los dejaba al otro lado del Río Grande. Al principio yo lo entendí como una forma de buscarse la vida que ayudaba a la gente a escapar de la miseria. Después supe que en algunas ocasiones "la carga" se perdía en mitad del desierto. - Hizo una pausa para observar mi reacción y, bajando nuevamente la mirada continuó su relato. -Yo se lo disculpaba, eran cosas que pasaban, accidentes. Él cambió poco a poco. Se hizo más posesivo, me vigilaba y no me dejaba salir de casa si no era con él que además, casi nunca se dejaba ver, si no estaba “trabajando”, andaba de parranda con sus compadres y otras muchachas. Yo lo sabía, pero también lo disculpaba. Pero un día desapareció una vecina, apenas una niña, una más de todas las que tantas veces aparecen luego sus huesos enterrados entre las arenas desérticas… si se encuentran. Yo le había visto medio encaprichado de ella y, como siempre, no quise darme por enterada, pero cuando me contaron la desaparición, le pregunté si sabía algo de la chamaquita. Me respondió que no, aunque por sus ojos supe que había sido cosa suya. Tuve miedo, pero sobre todo tuve asco, le odié como nunca pensé que pudiera hacerlo y me marché. No podía seguir a su lado. Ahora tengo pánico a que me encuentre.

Desconozco si fue su voz dulce y cálida, si fue un arrebato de solidaridad femenina, pero acabé ofreciéndole a Altagracia el sofá de mi apartamento, al menos hasta que encontrara algo mejor o pudiera continuar su camino. Eso sí, antes la advertí de mi pequeño problema muscular.- Ay, madrecita no se preocupe usted por eso... Mi abuelita Rosario, la  yerbera, conoce todos los remedios. Esta mismita noche platico con ella.

A la mañana siguiente me despertó el aroma del café recién hecho. La mexicana quería agradecerme de algún modo el asilo preparándome el desayuno. Tendría que explicarle mis horarios. No suelo levantarme antes del mediodía y este cambio de costumbres no entraba en mis planes.
Apenas murmuré un buenos días de cortesía con el que contuve la retahíla de improperios que pujaban por tomar forma en mis labios. Tampoco me hubiese dado tiempo, pues en cuanto asomé, con los ojos aún llenos de sueño, Altagracia me espetó que ya había platicado con su abuelita. Yo la miré con cierto aire de incredulidad. ¿Cómo? Desde mi móvil no, lo había puesto a buen recaudo, que una cosa es ayudar al prójimo y otra pagarle las conferencias a una inmigrante ilegal, sobre todo con mi ruina de tarifa.
Como si me hubiese leído el pensamiento, la mujer, se rió. - Ay, mamita, en la tierra del señor de los muertos no hay celular.  Entonces me habló de la madre de su madre, una poderosa curandera conocida por su capacidad de transitar entre los dos mundos, trayendo mensajes y remedios entre ambos, hasta los 103 años.
- La abuelita Rosario me contó que lo suyo lo remedia la diosita Tlazotéotl. Agárreme bien la onda que le explico, que si la chingamos va a acabar ganando el tigre en la rifa. Tan solo tenemos que ofrecerle el último latido del corazón de un hombre virgen nacido el mismo año que usted, nomás… 

La solución me pareció, por decirlo de una forma suave, “poco práctica y conflictiva”: no veo muy fácil conocer detalles sobre la virginidad de un hombre, mucho menos encontrar uno nacido en el mismo año que yo. Eso por no hablar de la pena por el delito de asesinato, por mucha aprobación que pudiera prestarme una deidad mexicana. Lo de la lectura del pensamiento me comenzó a preocupar ligeramente cuando, sin haber hecho manifestación alguna por mi parte, continuó diciendo que - no se preocupe mamita, si le parece complicado, existe otra posibilidad aunque quizás el resultado no sea tan bueno, únicamente habría que presentarse ante la diosita vestida con el pellejo del hombre elegido para el sacrificio. Un hombre cualquiera.
 Claro, a lo mejor las artes adivinatorias no iban más allá que la simple observación de la cara que yo debía estar poniendo. Sin embargo…

- No más... Será fácil, además, la solución nos conviene a las dos y ahora mismo viene caminando hacia su puerta.

Apenas había transcurrido un minuto cuando empezaron a sonar violentos golpes en la entrada del apartamento. Como acompañamiento a la música de percusión empezamos a escuchar voces:
- Gracita, sal de ahí, sé que estás dentro y no me marcharé sin ti. Eres mía
Altagracia se acurrucó en un lado de la habitación y lacónicamente dijo:
- Es José.

It´s raining men, hallelujah!

Hay momentos en la vida en los que el tiempo adquiere una dimensión diferente a la acostumbrada, como si en un segundo cupieran todas las horas del mundo. Las bisagras de la puerta temblaban con cada embestida, amenazando con saltar en cualquier momento. Ante la conciencia de peligro el instinto de supervivencia tomó el control de mis actos, agarré el bate de béisbol, lo único que conservaba de Billy Bob, tensé mis músculos y esperé dispuesta a hacer un “home run”.

-¡Ahora vas a ver, pendeja! ¡O sales o te saco!

El sonido que produjo el cráneo de José al estallar me pareció el de una olla de barro al romperse. El hombre cayó a mis pies y continué descargando mi rabia, la de Altagracia, la de los huesos devorados por la arena, la de todas las mujeres silentes. Solo me detuve cuando noté el sabor metálico de la sangre tibia en mis labios, entonces, lo miré. Vi  su cabeza convertida en un sanguinolento amasijo viscoso y aullé. El caso es que, lejos de preocuparme por lo que acababa de hacer, me sentí pletórica, rebosando energía por cada poro de mi piel, liberada…

… Exultante.

No sé. Jamás habría podido imaginar en mí una reacción similar, pero acababa de descubrir un yo desconocido. Una cosa es disfrutar dando guantazos a algún que otro energúmeno y otra muy distinta volverse loca quebrándoles la cabeza con el “Billy Bob”. Me quedé pensativa. Maliciosamente recordé a mi antiguo novio y al Sheriff de la localidad.

- Billy Bob. Hay mucho Billy Bob a ambos lados de la frontera –me dije en voz alta.

Ni se me ocurrió pensar en vestirme con el pellejo de aquel pobre revuelto de huesos rotos y sangre, ni siquiera me acordé de mi brazo resorte, lo único que me vino a la cabeza fue deshacerme del cuerpo abandonándolo en el desierto. Altagracia pareció hacerse cargo rápidamente la situación y me ayudó a embarcar el cadáver en el auto que el bueno de José, tan amablemente había puesto a nuestra disposición. Me gusta esta muchacha, -pensé- me gusta como capta mis pensamientos.

Y así fue como, aconsejadas por la abuelita Rosario y bendecidas por Tlazotéotl, nos embarcamos en nuestra loca carrera a la caza del cabronazo. To be continued....


EUGENIA SOTO ALEJANDRE
ÁNGEL ZURDO GONZÁLEZ.

Comentarios

  1. Por si alguien lo lee, (nos lee), explico que este cuento está escrito a trozos: uno de nosotros hacía un párrafo y se lo remitía al otro por correo. Cuando te regresaba la historia, ya no tenía nada que ver con lo que tú habías pensado para ella, de forma que han sido los personajes los que nos han ido conduciendo a través de su camino. Me encantó escribir contigo y espero continuar la historia. P.D.- Creo que nos mimetizamos bastante bien e invito al posible lector a intentar distinguir entre lo escrito por cada cual

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    1. Si, lo reconozco, soy desastrosa presentando cualquier cosa. Haces bien, Ángel, explicando cómo se gestó Fronteras. Me divertí mucho escribiéndolo contigo y acabaremos lo que tenemos, ahí, parado. Y si nos leen. Te sorprendería.
      Gracias por tu generosidad.
      Abrazo grande.

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