LADRIDOS (Un relato compartido)
(Este relato es fruto de la colaboración desinteresada de dos pares de manos, las mías y las de Fernando García Crespo)
Soños de contrabando -RAPABESTAS CON ainda
Acudí a la perrera municipal con la esperanza
de llenar parte del vacío que había dejado mi marido al fallecer tan inesperadamente.
Hacía años que nuestra relación se había estancado, habíamos decidido no
tener hijos y aunque nunca nos faltamos al respeto, el amor no formaba
parte de nuestra convivencia. Compartíamos muchas cosas pero siempre por
comodidad o provecho, el interés compartido se limitaba a aspectos muy
mundanos y banales de la vida diaria. Las últimas vacaciones habían resultado
un fracaso. Apenas teníamos qué decirnos y nuestra mutua falta de curiosidad
nos impedía entablar relaciones con nuestros vecinos de mesa o de habitación.
Cuando agosto llegó a su fin, y regresamos a casa, ambos éramos conscientes
de que nuestro matrimonio estaba muerto, ya no daba más de sí. Pero tampoco
nos molestábamos el uno al otro así que no sentíamos la necesidad de divorciarnos.
Parecía más fácil seguir viviendo juntos, sin ilusiones en el horizonte,
que iniciar una vida nueva que nos procuraba más temor que esperanza.
Lo de adoptar un perro fue idea de mi
compañera Nines que siempre ha sido muy echada p´alante y rápidamente encuentra
una solución a cualquier conflicto.
-
Al menos el perro acabará queriéndote -me dijo Nines-, son muy agradecidos.
Saben quién les da de comer. Y no te extrañe que acabes cogiéndole cariño,
los bichos despiertan sentimientos que con las personas reprimimos. Anímate,
no tienes nada que perder.
La primera impresión de la perrera fue
desoladora. Me recordaba la planta del hospital donde aparcan a los enfermos
terminales, parecía un lugar sin esperanza.
Nunca he tenido interés por perros o
gatos, nunca tuve una mascota.
Todos los perros me parecían iguales,
ni siquiera era capaz a distinguir si se trataban de machos o hembras.
Al final me decidí por un cachorrillo
que habían abandonado sin destetar. Estaba tan delgadito que parecía que
le hubiesen vestido con una piel que le quedaba demasiado grande para un
cuerpecito tan chico. No era un perro de raza, era una mezcla sin definir.
Tampoco era hermoso, pero tenía unos enormes ojos negros que al mirarme
me habían cautivado.
Aquella mirada me recordaba a alguien.
Aún no sabía a quién.
Durante unos segundos me perdí en aquellos
dos botones azabaches que brillaban acuosos, igualitos a los de un manga
japonés. Y como un eco del pasado llegaron a mi memoria las palabras de
mi hermana mayor: “Chica, eres una ONG del amor. Cada vez que un individuo
te mira así, a lo cordero camino del matadero, vas tú y te empeñas en salvarlo…
“Lo cierto es que tenía razón. Me solía enamorar de tipos atormentados
que, inexorablemente, acababan mutando en desconsiderados lobos alfa. El
matrimonio había acabado con todo aquello, aquel hombre había sido mi trinchera,
un lugar seguro donde resguardarme y ahora se había ido dejándome sin ancla
para las emociones.
Sacudí la cabeza. Estos pensamientos
no me resultaban agradables.
De nuevo me centré en el cachorro, calibré
su tamaño, aproximadamente el mismo de la palma de mi mano. Tan pequeñito…
Pregunté a la encargada de la perrera si se haría muy grande. La mujer
se encogió de hombros y me respondió que no sabía decirme, pues lo habían
abandonado en la entrada junto con seis compañeros de camada. Era el único
superviviente y si nadie se apiadaba de su situación pronto acompañaría
al resto. ¿Qué otra cosa podía hacer? Aquellos ojos no dejaban de observarme
y mi antiguo afán salvador retornó.
En media hora realicé los trámites y
salí de aquel lugar con un perrillo color tofe acurrucado. Camino a casa
fui trazando un plan. No tenía idea de cómo cuidarlo. Nunca se manifestó
en mí el instinto maternal, no era de esas mujeres que se empeñan en acunar
a los bebes. Me daba miedo romperlos. Asique lo primero sería visitar al
veterinario del barrio para recibir instrucciones, de donde salí con una
larga lista llena de anotaciones sobre los cuidados que necesitaba mi nuevo
compañero de piso. No parecía complicado, calor y leche. Más ardua me parecía
la tarea de encontrarle un nombre. Consultaría con la almohada, algo que
a todas luces resultó ser un imposible pues el animal no dejó de gemir
hasta la madrugada cuando, harta de oírle lloriquear, lo saqué del cesto
que le había acondicionado a modo de cama. Lo metí en la mía, allí se hizo
un ovillo y apoyó su cabecita sobre mi pecho. Pareció tranquilizarse con
los latidos de mi corazón. Se durmió. Me dormí. Y sentí una calidez olvidada
que se deslizó entre mis costillas.
Tuve, o tuvimos, unos sueños muy extraños.
Recuerdo que estaba desnuda en un claro del bosque. Era consciente de mi
desnudez pero no me causaba incomodidad, me parecía algo natural. De repente
me vi rodeada de una manada de lobos grises. Sus ojos no eran voraces pero
me asusté y su mirada cambió. Ya no me observaban sin más, deseaban hincarme
sus dientes, desgarrar mis carnes, devorarme. Y cuanto más crecía mi miedo
mayor me parecía su voracidad y el tamaño de sus cuerpos. Estaba a punto
de gritar de espanto cuando me di cuenta de que estaba soñando y no tenía
nada que temer. Entonces comencé a hablar con los lobos como si fuesen
uno solo, distintos reflejos de un solo ser. No recuerdo mis palabras pero
ejercieron un efecto pacificador en aquella manada lobuna. Me despedí de
ellos pidiéndoles ayuda para criar a mi cachorro, a mi Lupo.
Desperté con plena conciencia de mi sueño.
Ya tenía un nombre para mi perrillo y la extraña confianza de que saldría
adelante con los cuidados que yo le procurase. La manada de lobos siguió
visitándome en sueños y gracias a ellos y sus consejos aprendí a relacionarme
con aquel diminuto ser que tanto parecía necesitarme, tal vez tanto como
yo a él.
Lupo crecía día a día, le veía aumentar
de tamaño con satisfacción de madre aplicada. Cuando azuleó el invierno
el cachorrillo travieso ya se había convertido en un hermoso animal, grande
y fuerte. Su largo pelo conservaba ese extraño color tofe que clareaba
cerca de la raíz. El hocico se le había afilado y sus orejas erguidas le
daban pinta de avispado. Pero él no había sido el único en cambiar.
Al principio la llegada de Lupo provocó
un pequeño caos en mi modus vivendi. Apenas habían transcurrido unos meses
desde mi viudez y la libertad me pesaba. Me hubiese gustado tener mis “Cinco
horas con Mario”, bueno en este caso, Juan Manuel. No para reproches sino
por preguntarle si en algún momento fue consciente de la relación mutuamente
parasitaria que habíamos mantenido. Ambos nos habíamos utilizado. Adaptados
al ecosistema. Cuestión de supervivencia. Y la introducción de un nuevo
ser en mi mundo, alguien a quien cuidar sin esperar nada a cambio, supuso
una auténtica revolución vital.
No es que fuese una maniática de la limpieza,
no obstante, necesitaba orden. Lupo no entendía estas manías humanas. Disfrutaba
hurtándome los cojines del sofá, mordiendo las esquinas de las paredes,
rebuscando en el cubo de la basura y orinando debajo la mesa de la cocina.
Tras unos días de desastre con olor a lejía nos conformamos el uno al otro.
Y si surgía algún conflicto, la manada nocturna nos mostraba la solución.
A Nines esto de mis sueños compartidos le parecía una locura.
- Chica,
si se que lo de la mascota te iba a sentar así no te digo nada…. Un animal
es un animal, déjate de tonterías.
No volví a decirle a Nines sobre cánidos
que hablan.
Algunas noches tenía la impresión de
que eran ellos, los lobos, quienes me buscaban en mi sueño. Como si tratasen
de decirme o pedirme algo. Pero yo estaba tan inmersa en mis ensoñaciones
que aunque los veía observándome no me dirigía a ellos. Era al despertar
cuando tomaba conciencia de su presencia. Luego, con el discurrir del día
olvidaba lo soñado y ya no volvía a pensar en ello, en ellos.
Hasta que una noche perdieron su timidez,
su prudencia, e interrumpieron el discurrir de mi absurdo sueño. Esta vez
no hablaban, sólo miraban, pero sus ojos eran tan expresivos que era imposible
no entenderles.
Alguien necesitaba mi ayuda pero no acababa
de comprender quién. ¿Lupo? ¿Algún miembro de la manada? Llegado a este
punto sus ojos se cerraban y me negaban la respuesta. Tenía la impresión
de que me estaban alertando de un peligro del que no acababa de tomar conciencia.
Me empecé a sentir muy agitada. Desperté empapada en sudor y con el estómago
tan revuelto que tuve que vomitar. Me empecé a asustar, algo estaba pasando
y no sabía qué. Miré a los ojos de Lupo mientras sostenía su cabeza entre
mis manos. En su mirada había una advertencia que yo no sabía descifrar.
Me miré en el espejo y comprobé el estado
lastimoso en el que me encontraba. Era sábado así que podía volver a la
cama y tratar de descansar. Me sentía débil, abatida. No tardé en caer
dormida. Estaba junto al mar. Todo era belleza a mi alrededor. De repente
el sol se volvió líquido y se precipitó al agua. Las gaviotas se volvieron
de acero y su vuelo se volvió violento. La arena era ahora fino cristal
que hería mis pies. La playa se transformó en un charco de sangre que se
fundió primero con el mar y luego con el horizonte. Me sentía morir.
Entonces me empezó a doler la muñeca,
sentía mi mano desgarrada. Desperté y vi como Lupo estaba asustado, tenía
miedo por mí. Había mordido mi antebrazo tratando de hacerme despertar.
Por fin comprendí que era yo quien estaba en peligro.
Me incorporé intentando calmar a un tembloroso
Lupo, que escondió su cabeza en mi regazo. Respiré, dejando que el aire
penetrara en mis pulmones, lentamente, y visualicé cada partícula de oxígeno
navegando por mi riego sanguíneo. Pude escuchar los latidos de mi corazón
y sentí que mi mente despertaba. Entonces comprendí que los sueños no eran
tales, que cuando creía dormir me adentraba en otra dimensión y lo allí
sucedido era tan real como la compra en el supermercado o la jornada
en la oficina. Quizá mi alma se había perdido en algún momento en un mundo
ignoto, lleno de bosques, de mares, de lobos en libertad. Y sentí
el latigazo del pánico, como si hubiese descubierto un secreto que no me
debía ser desvelado.
Agité la cabeza. No… Estaba delirando.
Me forcé a abrir los ojos para recuperar mi cotidianeidad, dispuesta a
acabar con todas aquellas alucinaciones. Me costó un poco pero cuando lo
hice no pude ver nada por unos instantes. La luz solar me cegaba mientras
notaba un aroma a sal y resina que me trajo añoranzas de la infancia. Ya
no estaba sobre mi cama, ni en mi apartamento. Me sorprendí sobre la hierba,
al borde de un acantilado. Lupo, mi fiel compañero, permanecía a mi lado,
con sus ojos de manga japonés clavados en los míos. Mi mente intentaba
adaptarse buscando una explicación que no podía encontrar. Quise gritar
pero de mi garganta solo salió un largo aullido que se perdió entre el
rugir de las olas. Y supe que debía buscar mi camino.
Gracias, es un honor!! Yo también he ido a verte y he quedado atrapada!!!
ResponderEliminarAbrazos desde El Bierzo !!!
qué bonita historia!!!!!!
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