HELADA TELARAÑA
Desde que el frío se le
había metido en los huesos, allá, durante el invierno aquel de ríos
helados, no era el mismo. Estaba seguro de que su sangre se había convertido en
escarcha y, claro, eso tiene consecuencias. La más evidente era su
ralentización, caminaba más despacio, hablaba con un hilo de voz apenas
perceptible, había perdido gran parte de su visión lateral y su oído funcionaba
a días alternos. No sucedió de repente, al principio fueron unos pequeños
síntomas a los que no le dio importancia hasta que notó un extraño tic en su
pierna derecha. Al intentar moverla, ésta, no le respondía al instante. Tardaba
unos segundos en ejecutar hacia el lado incorrecto la acción que su cerebro
ordenaba. Luego pasó lo mismo con su extremidad izquierda y comenzó a perder
palabras. Entonces se preocupó. No es buena cosa lo de hablar a medias.
De este modo comenzó su
peregrinación de consulta en consulta: desde la del médico de cabecera, pasando
por la clínica privada, hasta un curandero perdido en un pueblo de la montaña.
Pero lo único que logró fue mermar su ya menguada cuenta corriente y ser
tomado por loco. En apariencia no padecía nada, eso le aseguraban. Sus
análisis eran normales, físicamente no existía impedimento alguno para un
funcionamiento normal de su organismo. Sin embargo, él sabía que su sangre no
fluía correctamente, que en sus vasos sanguíneos se formaban
cristalitos de hielo con cada respiración.
Durante el verano intentó
solucionar por sí mismo el problema. Al mediodía, cuando más ardía el sol,
salía a tumbarse sobre la acera recalentada, igualito a un lagarto color carne,
si existieran. Se pasaba horas ahí, bajo la reverberación solar, intentando
descongelar sus glóbulos rojos.
Lo cierto es que durante
esas sudorosas sesiones se encontraba mejor. Notaba como las partículas de
calor atravesaban los poros de su piel, le acariciaban los músculos y se
zambullían en su fluido sanguíneo, derritiendo los microscópicos copos
helados que lo enfriaban. Sentía una cálida marea recorriendo sus arterias,
reanimando sus latidos.
Y emergieron
aquellos recuerdos arrinconados. La joven de sonrisa dulce cantándole
bajo la higuera las tardes soleadas, la caterva de chiquillos corriendo
por las callejas del pueblo.
Y regresaron los
melocotones de terciopelo, el aroma a primavera del primer beso, las arrugas
del anciano que fumaba una eterna pipa apagada, hace siglos…
Cada atardecer, se
despedía con pena de su fuente de energía, con la conciencia de que en cuanto
la luz anaranjada tornase azul marino, de nuevo, nevaría en los valles de sus
venas y en los precipicios de su corazón.
En los primeros días los peatones se sorprendieron un poco al ver al
tipo aquel espatarrado sobre el suelo, adherido a las losetas como un chicle
abandonado a su suerte, aunque enseguida se acostumbraron a rodearlo sin apenas
mirarlo. Nadie osó acercársele, salvo un par de jubilados, creyéndole fulminado
por un infarto o un rayo divino. Cuando comprobaron que no era nada de eso se
alejaron. Un tarado más. A él poco le importaban las habladurías ni las enormes
ampollas que burbujeaban sobre su epidermis. Lo único que le preocupaba era
descongelarse. ¡Qué sabrían ellos del frio, del dolor de millones de carámbanos
afilados navegando por tus entrañas!
El último domingo de agosto la patrulla de la municipal recibió la
llamada de Amelia, la de Francisco. Estaba bastante alterada, casi histérica.
Decía algo de un hombre desnudo en medio de la calle, que era una vergüenza tan
cerca de la iglesia, que si se enteraba su Paco iba a haber un disgusto, que
siempre ha sido muy celoso, que hasta ahí podíamos llegar… Estaban cerca
de agotar su turno, pero ya no podían endosar el servicio, asique una pareja de
policías con más ganas de ducharse que de amonestar a un exhibicionista bajo el
sol de mediodía, se acercó hasta el barrio de Amelia, la de Francisco.
Cuando llegaron al lugar
que la mujer les había indicado, el lagartijo, como ya lo conocían los vecinos,
parecía un crucificado dormitando sobre el asfalto. Se había formado un atasco
en ambas direcciones de la carretera y varios conductores, hartos de tocar el
claxon sin efecto alguno, ya habían abandonado los coches con la intención de
arrancar a ese individuo de su camino. Los policías apaciguaron el conato de
linchamiento con la promesa de sacarlo ellos mismos de allí. Y así fue, no sin
la firme negativa del hombre, quien intentó aferrarse a la calzada,
destrozándose las uñas. Gritó algo de un hielo mortal. Suplicó. Gimoteó.
Sin embargo los municipales lo esposaron sin miramientos para llevárselo
a la comisaria, esperanzados en trasladar el problema a otros.
Tenía miedo. Sabía que si no le sacaban pronto de aquella celda de
cemento gris se formaría una helada telaraña en su interior. Oía los
desesperados golpes de su corazón contra el pecho, intentando bombear una
sangre cada vez más espesa, cada vez más gélida….
Y el frio retornó
congelando las evocaciones que daban calor. Lentamente. Inexorable. Se
alejaron las sonrisas bajo la higuera, los melocotones, el aroma a tabaco de
pipa…
Y el cierzo silbó en su
cabeza.
Con el alba se rindió
ante el alud azulado. Tiritando, en un rincón, bajo la manta sucia.
Se durmió.
***********
El forense pensó detenidamente cómo reflejar en su informe la
causa de la muerte del hombre. ¿Cómo explicar la razón por la que cada arteria,
cada vena, cada capilar en su organismo, estaban totalmente congelados?
Finalmente pudo escribir
sin sentir que mentía: accidente vascular.
Comentarios
Publicar un comentario