De la resiliencia de las flores: Marieta.




De la resiliencia de las flores . Eugenia Soto 



Mire a Marieta. Sonreía. Sus ojos me comprendían y eso da cierta tranquilidad. Seríamos compañeras de habitación y ella la responsable de cachear mi mochila, de vigilar mis primeras noches. No me molestó. Ya estuve en sitios similares. De todos me fuí. No eran para mi. El más raro fue aquel en A Coruña, bastante parecido a una secta, gestionado por un matrimonio extranjero superpiadoso. ¿Qué eran? ¿ Alemanes? Yo era muy joven entonces y cuando, de un modo especial, decidieron que era mejor me quedase en su casa porque les parecía una niña muy dulce, huí. Confiar en unos desconocidos iluminados para dejar un hábito no me convenció.


Marieta era de hablar, enseguida supe de ella. Con trece años se lió con un tipo que le triplicaba la edad y que pasaba desde una hamburguesería. El desgraciado la puso en el mercado antes de cumplir los quince. Y a los 16 se la llevaba a Madrid una vez al mes, para traerla con el c*ñ* lleno de heroína; a los 19 un control de la guardia civil la envió a la carcel y , allí, una novicia de las trinitarias que llevaba lo de proyecto hombre, le ayudo con el papeleo para conmutar la pena por un programa de desintoxicación más una orden de alejamiento.

- Cuando te maquillas tienes pinta de actriz de holiguz - me decía. Yo , divertida, asentía exagerando el gesto, casi como la protagonista de una peli muda de la Metro.

Pasó el verano y se me pasaron las ganas de limpiar ventanas. Las monjas no me permitieron decir adios y me alejé de aquel lugar deseando unas alas para Marieta.

Alguien me contó, siglos después, que a Marieta, poco antes de cumplir los 23, una lluviosa tarde de octubre, se le fue la mano. En una fracción de segundo el iris se le hundió en las ojeras. Su telón se bajó mientras en la habitación de al lado, su chulo, ese que no la dejó alejarse, contaba billetes de sangre.

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