AQUEL OLOR






Despertó sobresaltada, le dolía la cabeza. El maldito hielo otra vez. No era el coñac lo que le provocaba aquellas resacas, era el hielo, el maldito hielo. No recordaba lo que había soñado aunque su memoria había guardado un olor característico que no conseguía identificar. Un aroma que le recordaba el pasado, quizá su niñez, pero su mente estaba empantanada aún en los cubitos helados del coñac.

Desde hacía tres meses le había dado por beber en exceso, no lo podía evitar, no se encontraba bien. La única bebida alcohólica que no le repugnaba era el coñac, siempre que estuviese servido con grandes icebergs, de lo contrario no era capaz de darle ni un sorbo.

¿De dónde recordaba aquel olor?

Mientras preparaba la cafetera iba tomando conciencia del desastre en el que se encontraba su casa. El orden había desaparecido. Todo eran montones, revistas, ropas, facturas, recuerdos. Tenía la sensación de no poder mover nada sin que todo se fuese al traste.

Sus ojos se llenaron de lágrimas con el primer sorbo de negro café sin azúcar, no de tristeza sino por  la rabia de quemarse los labios una mañana más.

Desde la desaparición de Alma el suelo que sustentaba sus pies mutó en un agujero negro del que se le hacía muy difícil escapar. Solo el coñac parecía ayudarle.
Pensaba que si fuese valiente se suicidaría. No lo era.

¿Por qué Alma había desaparecido sin dejar siquiera una nota de despedida? Aquella y otras mil preguntas le atormentaban hasta que la bebida diluía la realidad en una fantasía alcohólica de la que no recordaría nada al amanecer.

Desesperada, un poco más aún, encendió un cigarrillo faltando a su promesa de no volver a fumar. Y con la primera voluta de humo la memoria se encendió iluminando el pasado. 
El olor de su sueño era el olor que envolvía a Alma cuando la conoció. Olor a hierba, al heno que rodeaba la casa de sus abuelos. Un aroma característico debido a unas pequeñísimas flores que en aquellas apartadas latitudes impregnaban la hierba junto a la que crecían.

Mientras se preparaba el primer copazo mañanero decidió  regresar a aquel lugar. Se dejó caer sobre el sofá sin apartar ninguna de las cosas que  lo cubrían. Antes de emprender el camino necesitaba recordar dónde carajo había metido las llaves del coche. Una arcada interrumpió sus cavilaciones. Corrió sorteando toda una serie de obstáculos hasta el baño y allí vomitó la hiel de ciento una noches sin dormir. 
Durante una eternidad observó el fondo del inodoro comprendiendo que aquella masa gelatinosa era el fondo de su estómago. Pulsó el botón de la cisterna y se sintió liberada. 
Salió renovada de la ducha, dispuesta a emprender una expedición por el apartamento para encontrar las malditas llaves.

Amanecía cuando se sentó en el asiento del conductor. Suspiró mientras sacudía la cabeza para concentrarse. Odiaba conducir, normalmente lo hacía Alma.... Se vio obligada a recolocar el asiento. Al tirar de la palanca sus dedos tropezaron con algo metálico. Se dobló sobre su cintura, adoptando una posición absurda, para recoger su hallazgo. Era un medallón de plata con un ideograma. Tras unos minutos de sorpresa lo guardó en la guantera dejando para más tarde las preguntas.

Condujo toda la jornada. El cansancio hacía mella pero quería llegar antes de que anocheciera. La casa estaba a unos diez kilómetros del pueblo más cercano, junto a una laguna a la que nadie se acercaba. No le apetecía arriesgarse a tener problemas en una carretera comarcal apenas transitada.

Se sintió agradablemente invadida por una especie de alegría sentimental al oler de nuevo la añorada esencia. La trasladó a otros tiempos, a la fiesta de verano en el porche, al destartalado tocadiscos donde giraban las ilusiones al ritmo de un bolero.... 
"Si tú me dices ven..."

Los últimos minutos del viaje se le antojaron eternos. Las nubes habían descargado su vientre oscuro con tal furia que menos una bienvenida parecía cualquier otra cosa. Tuvo que detener el coche, no veía más allá del alocado baile de los limpiaparabrisas. Sintió frío. Sintió miedo. Y las nauseas volvieron a centrifugar su estómago.


No escampó hasta que el sol se ocultó. Tras el diluvio asomaron las estrellas advirtiéndole que debía proseguir su camino.  Con un poco de suerte  la puerta de la casa  no estaría candada.Y así fue.
Agotada,  se dejó atrapar por el aguijón de la melancolía al respirar de nuevo el aire de aquel lugar. Con cierto sentimiento de derrota se metió en la cama que en tantas ocasiones felices compartió con Alma, quedándose profundamente dormida en su primera noche sin alcohol desde hacía tres meses.

Aunque no había vuelto a llover, el sendero que llevaba al lago estaba prácticamente intransitable. Evocó el momento, unos años atrás, en el que Alma y ella se encontraron. Mientras caminaba regresaban a su mente las imágenes de aquel día.
Recordó la angustia de verse envuelta por el agua helada mientras se hundía en estado de shock, sin ser capaz de  luchar por su vida.
Recordó que los pulmones parecieron estallar antes de la oscuridad.
Recordó la embriaguez que le produjo el olor de  Alma al recobrar la consciencia. La rara fragancia que inundaba los rincones por donde pasaba se le grabó en cada átomo de su piel; esa esencia antigua, de otras vidas, de otros cuerpos.Tal vez llevase siglos buscándola.
Un chaparrón la arrancó de la placidez de esta última evocación . Se dio cuenta de que estaba sentada a la orilla del lago, ensimismada entre el lodo.Observó la avioneta que dormitaba en el lecho de agua semejando un enorme pez metálico. Parecía oxidada. Se preguntó por qué nadie la había sacado de allí. El aguacero creció en intensidad viéndose obligada a regresar al caserío.

Estaba completamente empapada. Se despojó de la ropa y se envolvió en una manta de pelo.

Su intuición  gritaba que Alma había estado allí. Igual que un sabueso olisqueó por todas partes el rastro de su presencia. No se sorprendió cuando al abrir un cajón encontró un frasco de su pintauñas color calabaza y el resto de un canuto apagado. Mejor que cuatro garabatos...- se consoló - Sin duda pasó por aquí.
Estaba agotada. Se recostó en el diván y encendió el cigarro. Siempre los fumaban a medias. Le dio una calada ansiosa, intentando apagar la sed que le provocaba la ausencia de Alma.
Aturdida cerró los ojos, dejándose envolver por la calidez de la manta. El añorado aroma la arropó como si ella estuviese a su lado, como si nunca se hubiese ido.

Sintió la ligera presión del cuerpo de Alma sentándose sobre sus nalgas para dibujarle caricias en la espalda. Notó su lengua zigzageando por su piel hasta detenerse en la nuca, apenas rozándole con los labios. Y en un gesto conocido, lamerle el cuello mientras con un roce de dedos en su cintura la incitaba a volverse.... ¡Has vuelto!,

Desconcertada escrutó la habitación. No podía haber sido  solo un sueño, aún sentía el latido de su sexo despierto. Pero ella no estaba. Detuvo la mirada en el espejo de la pared, el que había pasado de generación en generación. Se situó frente a él, dejó resbalar la colcha que cubría su desnudez y estudió su reflejo. Sorprendida, descubrió que del cuello le colgaba el medallón inoportuno. No podía explicarse cómo ni cuándo se lo había puesto. ¿Enloquecía?





Preparó la bañera como tantas veces lo había hecho para compartirla con Alma. El agua tan caliente que la primera impresión al sumergirse en ella era casi desagradable. Prendió velas por todo el baño y el cuarto quedó sumido en un ambiente irreal, de niebla caliente y penumbra.
En la casa imperaba un silencio solo roto por los sonidos del exterior: el lúgubre canto de la lechuza y los árboles susurrando.
Comenzó a tocarse como si Alma dirigiese el movimiento de sus manos. La excitación crecía mientras el agua se iba templando. Sus pezones endurecieron  y un  agradable fuego interior la dominaba poco a poco.
 Y aunque el placer solitario le dejaba una sensación de vacío y tristeza que no compensaba , esta vez era diferente. No se sentía sola,  era como si  Alma dirigiese sus movimientos,como si  ella fuese quien le hacía el amor. Así pues, se abandonó al placer compartido, al goce que elimina tiempo y  espacio, un deleite que  fue en crescendo hasta estallar en un orgasmo que inundó de estrellas y arcoiris  su mente,  convulsionando su cuerpo con una dulzura ya conocida.

Se despertó con la piel de gallina y arrugada en sus extremidades. La luz lunar se proyectaba a través de la ventana. No recordaba haberse quedado dormida, últimamente perdía demasiado el conocimiento. Guardaba en su memoria  una sensación de placer tan intensa que su sexo aun palpitaba al ritmo de su corazón.
Confusa, envuelta en un albornoz impregnado del aroma de Alma, buscaba las cerillas sin ser consciente  que sería mucho más sencillo encender el interruptor de la luz. Tal vez no quería romper aquel mágico escenario, tal vez no quería un brillo de bombillas obligando asumir una realidad que no acababa de comprender.

Se le ocurrió encender el fuego de la chimenea y los leños crepitaron reclamando más madera para continuar ardiendo.
Preparó una cena fría para dos, con la conciencia de que la mitad quedaría sin tocar. Lo importante era mantener la ilusión de  Alma , allí, con ella. Abrió una botella de vino tinto y bebió sin abusar, no deseaba emborracharse, ya no.
A falta de postre echó mano a otro cigarro a medio fumar, quizá Alma los hubiese dejado preparados para que ella los encontrara, para que sus labios se uniesen en algo tan prosaico como una colilla. Contemplando el espectáculo clásico y primario del fuego pensó en largarse inmediatamente, pero aquello solo sería otra huida y estaba cansada de escapar, de nuevo hacia el mismo lugar, hacia ninguna parte.
Había encontrado a Alma. Estaba ahí, en el medallón que pendía entre sus pechos, en el aire que respiraba, en la luna del antiguo espejo. 
En su memoria. 
En su piel.
Descubrió que no podría vivir en un lugar carente de ese olor tan especial. Aquí no la echaría de menos, ya no sentiría su insufrible ausencia. 
Se sentía bien.

***

FIN

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