EL SUEÑO DE DIONISIO (9)
El comandante interestelar Zerep se preguntaba por
qué el piloto le miraba de aquel modo tan intenso, él no se sentía responsable
de lo ocurrido. Cierto que la categoría de comandante la había logrado por ser
el clon de un mandamás del Consejo planetario, él no tenía la culpa de la no
replicación del conocimiento y de que su materia cerebral no tuviese capacidad
de almacenamiento suficiente. Además no disfrutaba de los viajes por el
espacio, siempre lleno de estrellas, meteoritos y un montón de galaxias
rebosantes de planetas cuyos nombres desconocía, pero tenía que ganarse la
vida.
No entendía el enfado de Zenitram, venga a acosarle
con no sé qué del radar. ¿Dónde estaba eso?
- ¡Lo tienes enfrente, so zenutrión!
Vaya, había olvidado desintonizarse.
Esto de la telepatía tiene sus inconvenientes. Lo último que le apetecía era
sentir la ira de su compañero.
Echó un vistazo a la pantalla, más que nada por
curiosidad. ¡Bastante le importaban a él la nave de tercera, ni sus
tripulantes! . Además no entendía la preocupación del conductor, si por él
fuera dejarían la basura allí mismo para regresar cuanto antes a la base.
El problema de los humanos colgados del rayo lo resolvía él en una estrella
fugaz, con cortar la energía del abducidor ¡listo!
La pantalla capturó su atención cuando se
reflejaron en ella multitud de puntitos parpadeantes dirigiéndose hacia ellos
desde los cuatro puntos cardinales terráqueos, ¿qué ocurría? Con gran pesar
comunicó al cabreado piloto lo que acababa de ver con sus cuatro ojos, quien lo
apartó de su camino a golpe de tentáculo para poder observarlo. ¡Les rodeaban!¡
Mira que si acababan de provocar un conflicto intergaláctico, no dejaría nunca
esa maldita nave rebosante de desperdicios. Tenían que salir de allí. Antes tendrían
que deshacerse de los terráqueos levitantes. Los especimenes de la tierra le
parecían raros, aún tenían órganos sexuales, como sus antecesores de la
prehistoria cósmica. Normal su atraso.
Regina decidió poner punto final a las
tonterías del par de trastornados, se estaba hartando de soportar las miradas
lascivas de Txumi y de sentir el aliento de un autostopista tarado sobre
sus pechos. Empezó a fraguar un plan, acorde con su escasa capacidad y su
inmensa maldad, e iba a ponerlo en funcionamiento. Sus ideas para conseguir
metas siempre rondaban en torno a lo mismo: su poderío sexual. Como quien
no quería la cosa se apretujo un poco más contra el cazador, acto cuyo efecto
no se hizo esperar. El hombre comenzó a acalorarse mientras ella le susurraba
al oído frases relativas al poder de su arma y sobre lo mucho que la excitaban
los uniformes.
A Toribio, Montoya y los siete enanitos se
les escapó una exclamación al unísono cuando, tras un accidentado trayecto por
el bosque, salieron a la carretera y pudieron admirar en todo su esplendor la
escena allí desarrollada. En la oscuridad celeste se recortaba la silueta de
una artefacto flotante entre las estrellas, enseguida se dieron cuenta que la
luz provenía del mismo. Se hizo un extraño silencio mientras sus mentes
intentaban asimilar aquello, cada cual a su modo.
El sargento lamentó no llevar la máscara antigas
con él, seguramente respiraban algo tóxico. Hubo un tiempo que la llevaba
consigo a cualquier parte, si a un moro de esos le hubiese dado por iniciar
la guerra química, él, estaba preparado. Como ir cargando con la careta,
bastante pesada, a todos lados fue un incordio tuvo que renunciar a ella, no
sin haberse asegurado antes con una llamada al Pentágono de que los infieles
estaban controlados. Nunca supo con quién habló, tampoco entendió nada, pero el
tono de voz de los americanos le tranquilizó.
Fue Montoya el primero en darse cuenta de que entre
la luz se hallaban dos personas flotando. De repente el rayo luminoso
cesó y ambos cuerpos cayeron violentamente al suelo, por suerte no se hallaban
a mucha altura.
El sargento quedó atónito cuando tras
acercarse un poco, eso sí con el pistolón amartillado en la mano, distinguió a
su evocada prima Piedad. Cierto que la expresión de ella era un tanto
alucinada, pero sin duda, se trataba de ella, de la protagonista de sus
noches solitarias.
Los toreros en miniatura ni se inmutaron, ellos
habían visto de todo en su peregrinaje de pueblo en pueblo. No obstante ninguno
soltó, por si acaso, el estoque.
Eugenia Soto Alejandre
Fernando Garcia Crespo
Comentarios
Publicar un comentario